Todo va a salir bien.

Poco a poco voy despertando, pero rápidamente me doy cuenta de que esta vez no lo hago como cada mañana, tan cómoda en ese colchón que a duras penas conseguí comprar con mis ahorros, tan calentita entre mis sábanas de pirineos… No, esta vez no. Casi no puedo notar el roce de la fina sábana que me tapa, incluso me cuesta abrir los ojos.

Con esfuerzo consigo desviar la mirada hacia la mesita que está al lado de la cama, y encima de ella veo un parte médico. Tiene mi nombre. Múltiples hematomas, desviación de mandíbula inferior, fractura del tabique nasal, fractura múltiple de costillas 4, 5 y 6…

Las imágenes se suceden borrosas en mi mente, empiezo a recordar. Pero más que a recordar, vuelvo a sentir. Dolor. El dolor que aumentaba golpe tras golpe, uno tras otro, sin descanso. También recuerdo el momento en el que dejé de sentirlo, fueron tan repetidos los golpes que finalmente actuaron como analgésico, y me limité a observar. A observar la cara de Carlos, mi pequeño Carlitos. En sus ojos se veía reflejado el miedo, pero sobre todo la incomprensión. La mente de un niño no puede llegar a entender cómo una persona puede llegar a hacerle eso a otra persona. Como otras veces, había bebido demasiado, pero nunca me imaginé que podría llegar a este punto.

De golpe y porrazo vuelvo a la realidad, al mismo tiempo que se abría la puerta de la habitación. Vuelve el dolor. No puedo respirar. Inhala. Exhala. Inhala. Exhala. Poco a poco voy notando como el aire vuelve a correr por mis pulmones. Y finalmente me tumbo lentamente en la cama, a la vez que escucho la dulce y cálida voz de la enfermera:

“Tranquila, todo va a salir bien”

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